Finanzas Una pelea capital Detrás de la pulseada con los depredadores financieros late la última puja de un esquema de poder que persiste en disciplinar a los países en desarrollo con golpes de mercado. Las alternativas del Gobierno y los desafíos de la política local.
Cuando esta revista fue a imprenta, las consultoras de riesgo que desde hace años manipulan los mercados financieros decían que la Argentina estaba en default. Pero quizá cuando el lector tenga estas páginas en sus manos el país ya no esté bajo esa categoría porque el impresentable juez Thomas Griesa repuso una medida cautelar; o los buitres le vendieron el juicio a un club de bancos privados argentinos; o el fondo Elliot –mascarón de proa de la demanda que puso al país en vilo– aceptó cobrar la sentencia a partir del 1 de enero de 2015, de modo que la Argentina pueda cumplir con el pago a los bonistas reestructurados. O puede ocurrir, también, que el Gobierno vuelva a plantear una nueva reestructuración de deuda en donde se emitan bonos bajo legislación local, tal y como el ministro de Economía Axel Kicillof planteó apenas la Corte Suprema de Estados Unidos rechazó la apelación del gobierno argentino, dejando firme el insólito fallo de Griesa que, con una pirueta interpretativa, dispuso que acreedores que habían pagado centavos por bonos defaulteados en 2001 debían cobrar el 100 por ciento del valor nominal de esos papeles, más un plus por los intereses impagos. El pasado miércoles 30 por la noche, cuando se escribían estas líneas, cualquiera de todas esas cosas podía pasar. Sólo una cosa lucía como segura: el gobierno argentino, consciente de los efectos trágicos de cumplir a rajatabla con una sentencia cuestionada hasta en el propio corazón del capitalismo salvaje, mantuvo la compostura para maniobrar con perspectiva histórica, aun a riesgo de padecer costos políticos y económicos severos en el corto plazo, informó revista Veintitrés.
Como era de esperar, el cierre de las negociaciones formales entre la Argentina y los buitres fue coronado por el ruidoso griterío de dirigentes opositores que apuestan al fracaso de la gestión K como único modo de alimentar sus aspiraciones. Nadie lo dijo tan claro como el presidente de la UCR, Ernesto Sanz, quien en su momento confesó que lo peor que podría pasarle a su partido era que la economía repuntara antes de las elecciones. Fue para los comicios legislativos de 2013, pero todo indica que el mendocino sigue eligiendo competir en tierra arrasada. “Impericia y secretismo llevan a Argentina a un default innecesario y absurdo. Las principales víctimas serán los argentinos más vulnerables”, tuiteó el senador, sin ahorrar tremendismo. Por supuesto, el hombre tiene derecho a pensar que no haberle pagado 1.500 millones de dólares a los buitres, e incluso no pagar los 200 mil millones de dólares a los bonistas reestructurados que consideren incumplida la ya célebre cláusula RUFO, es un error digno de reproche. Pero bastaría una breve consulta con alguno de los buenos economistas que aún posee la UCR y el FAUNEN para que le explicaran que, en rigor, la Argentina lleva 13 años en “default”. Y que fue precisamente en ese período cuando los “argentinos más vulnerables” obtuvieron derecho a la subsistencia de la mano de la Asignación Universal por Hijo (AUH) que, vale recordar, el propio Sanz denostó. Esos profesionales de los números podrían haberle explicado, además, que la declaración de “default” que efectúen las consultoras de riesgo casi no tiene impacto sobre la economía doméstica, ya que esa etiqueta sólo sirve para encarecer el eventual acceso del país a los mercados de crédito, cosa que lleva más de una década sin ocurrir. A lo sumo, la declaración de mora puede pesar sobre el costo que algunas firmas deban pagar por los créditos que solicitan en el extranjero para prefinanciar exportaciones, un daño colateral tan indeseable como irrisorio frente al impacto que podría tener la concesión de la Argentina frente a las pretensiones buitres.
Con excepción de Ricardo Alfonsín y Martín Lousteau, quienes advirtieron sobre el riesgo de cumplir con el fallo de Griesa, el resto de la dirigencia de FAUNEN se mostró sensible con los reclamos del Fondo Elliot. El más afligido fue Julio Cobos, quien aconsejó pagar una caución del 30 por ciento como prueba de que la Argentina estaba dispuesta a pagar todo lo que le exigían. En la misma línea, Margarita Stolbizer y Elisa Carrió aprovecharon para sembrar pánico en una población acongojada por un bombardeo mediático que invitaba al pánico. Por derecha, Mauricio Macri y Sergio Massa también avalaron la idea de pagar sí o sí.
En ese río revuelto de histeria política, los operadores económicos del establishment se sentaron a pescar. Expertos en diagnosticar catástrofes que rara vez ocurren, los “analistas” pasearon su pesimismo por diarios, radios y canales de tevé. No hace falta haber cursado cinco años en la Facultad de Ciencias Económicas para saber que la economía se mueve al ritmo de las expectativas, y que basta que un diagnóstico se repita con insistencia para que se produzca una profecía autocumplida. En el medio, claro, los clientes de esos pretendidos oráculos de las finanzas se hacen millonarios en la timba de los mercados y les dejan su porcentaje a los “consultores” que hicieron la tarea sucia de sembrar desinformación.
Esa usina de economistas interesados y políticos desesperados inyectó la idea de que la Argentina avanzaba hacia el precipicio. Pero los desafíos que vienen no son distintos de los que existían antes de que el país coqueteara con el meneado “default”. Una eventual cesación de pagos, sin embargo, le agrega peso a una mochila que el Gobierno intenta aliviar desde que comenzó el año, resolviendo juicios pendientes en el CIADI, cerrando la adquisición de YPF y acordando el fin de la deuda con el Club de París. Cada una de esas acciones encaminaba al país de regreso a los mercados voluntarios internacionales de crédito, un espacio del que había saltado en 2001 con la declaración –esa vez sí– de un default. Desde entonces, la fórmula de “vivir con lo nuestro”, pregonada durante años por el profesor de Economía Aldo Ferrer, dejó de ser una teoría para convertirse en realidad. Durante el mandato de Néstor Kirchner, el país recuperó vigor en base a una combinación de tipo de cambio competitivo, escalada en los precios internacionales de los commodities, reactivación de la capacidad instalada ociosa y recuperación del poder adquisitivo de los salarios. La eficaz administración de esas variables fue un mérito compartido de la dupla conformada por el entonces presidente Kirchner y su ministro de Economía, Roberto Lavagna. Pero la constitución de los célebres “superávits gemelos” que oficiaron de pilares del modelo en el primer kirchnerismo no hubiese sido posible si, como ocurrió desde mediados del siglo XX, la Argentina hubiese tenido que desviar la mayor parte de su producción a pagar los empréstitos obtenidos por generaciones de funcionarios corruptos y/o ineficaces y/o pusilánimes. Ese alivio era momentáneo, claro: con un sector privado proclive a la especulación y la fuga de divisas, los capitales externos son indispensables para pasar del ciclo de crecimiento al desarrollo. Pero la experiencia sirvió para que toda una generación de argentinos comprendiera por qué el esquema de endeudamiento compulsivo instalado a sangre y fuego durante la dictadura, y sublimado en la década del noventa, era un paradigma nocivo que debía terminar. Bajo esa premisa se ejecutó el programa de “desendeudamiento” K, que implicó un canje en dos tramos –2005 y 2010–, y que derivó en la reestructuración de deuda más importante de la historia, con fortísimas quitas y una aceptación del 92 por ciento de los acreedores. Sin embargo, la reticencia de los fondos buitre y los asuntos pendientes en el CIADI y el Club de París postergaron el regreso del país a los mercados voluntarios de crédito, recalentando las cuentas fiscales de un Estado que no resignó su decisión estratégica de alentar el consumo para sostener niveles de producción y, por consiguiente, de empleo, la verdadera obsesión de un gobierno que emergió, precisamente, de los escombros sociales de la crisis que hizo eclosión en 2001.
La declaración de “default” que efectúen las consultoras de riesgo casi no tiene impacto sobre la economía doméstica, ya que esa etiqueta sólo sirve para encarecer el eventual acceso del país a los mercados de crédito, cosa que lleva más de una década sin ocurrir. La necesidad de tener que “vivir con lo nuestro” llevó al Gobierno a tomar decisiones drásticas, algunas de ellas desafortunadas, como el cepo al dólar, un torniquete de emergencia que no alcanzó para frenar la sangría de divisas con la cual el establishment buscó forzar una megadevaluación que perseguía un objetivo doble: mantener alta rentabilidad a expensas de los salarios y disciplinar a un gobierno que, luego de la crisis campera de 2008, se les antojó inconveniente.
La sublevación fiscal chacarera que minó de entrada la gestión de Cristina Fernández fue un aviso contundente de la pulseada que vendría: los dueños históricos del poder y del dinero no estaban dispuestos a resignar parte de la torta, y menos dejar el reparto en manos de un gobierno que amenazaba con ejecutar una “sintonía fina” que a los sectores concentrados interpretaron poco menos que como una proclama bolchevique.
La figura de un Estado voraz hurgando los bolsillos de fatigados productores rurales con flotas de 4x4 fue inseminada desde el multimedios del Grupo Clarín, un antiguo aliado K que trocó en enemigo jurado cuando la mandataria se negó a entregar una telefónica al entonces todopoderoso monopolio de prensa. Asociado a otros oligopolios, como Techint, el grupo de Héctor Magnetto condujo una ofensiva que pretendió evitar la reelección de CFK. Pero el Gobierno contraatacó acelerando la distribución del ingreso, convalidando en 2010 y 2011 aumentos salariales del 50 por ciento en dólares, lo que derivó en una cosecha electoral de porcentaje similar. Pero los segundos mandatos traen consigo una debilidad que sería aprovechada al máximo por el elenco anti K: la imposibilidad de la reelección.
Ese tope constitucional irradia cierta vulnerabilidad en la gestión, que se agrava a medida que se acelera la disputa por la sucesión. En Estados Unidos, esto se conoce como “síndrome del pato rengo”, y es el período donde los poderes fácticos de ese país aprovechan para exprimir al máximo sus oportunidades de negocios. Amparados, por supuesto, por funcionarios judiciales tan polémicos, sospechosos y cuestionables como los que habitan en los tribunales de cualquier latitud. Porque Griesa no estuvo solo. Su exótica interpretación de la cláusula pari passu –que pone a los buitres en las mismas y hasta mejores condiciones de cobro que los bonistas reestructurados– fue acompañada por los camaristas Reena Raggi, Barrington Parker y Rosemary Pooler, de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, quienes ratificaron el fallo del anciano magistrado de primera instancia en todos sus términos. Y también avalaron que los buitres puedan ilusionarse con embargar activos del país, como el yacimiento de Vaca Muerta. En medio de la dura disputa entre conservadores moderados y extremistas que se abate sobre la política estadounidense, no resulta extraño que el club reaccionario republicano del Tea Party haya celebrado los fallos de la Justicia neoyorquina como si se tratara de una sentencia a su favor. No fueron los únicos. Las idas y vueltas en la negociación de los buitres con la Argentina provocó la mentada “volatilidad de los mercados”, eufemismo que se utiliza para denominar al sube y baja de títulos, bonos y acciones donde unos pocos se alzan con millones mientras las mayorías populares, que nunca vieron ni verán un papel bursátil, asisten al espectáculo con pavor. Uno de los que se enriqueció un poco más durante el proceso fue Dan Pollack, el special master nombrado por Griesa como mediador. Su tarifa por 30 días de tarea: 500 mil dólares. Pero ser un hombre de fortuna no quita que tenga sensibilidad social. Su comunicado del miércoles, donde declaró que las negociaciones habían resultado fallidas, incluyó en su última línea: “El default no puede ser una condición permanente, ni para la Argentina ni para los holdouts. Si así fuera el daño es cada vez más grave, y será el ciudadano argentino ordinario la real y última víctima”, escribió el hombre que poco y nada hizo para evitar que los buitres se salieran con la suya. El cinismo, se sabe, suele ser una epidemia en el pensamiento imperial.
Viernes, 1 de agosto de 2014
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