Informe especial: Por Fernanda Vallejos De crisis, ajustes y otros fantasmas COMENTARIOS2 Info NewsInfo NewsInfo News La vorágine de inmediatez que imponen los medios deja la sensación de q La vorágine de inmediatez que imponen los medios deja la sensación de que pasó hace siglos. Pero 2014 lleva cuatro meses. Hace ese mismo tiempo atrás, la noticia era, sin medias tintas, el colapso inminente de las reservas, abatidas frente a un “blue” –simpático eufemismo para nombrar a un mercado ilegal– imparable que marcaba la cotización “real” que el gobierno, en la necedad de su “relato” se negaba a aceptar y que, en cambio, los economistas “serios” se ocupaban de clarificar, fatigando cuanto estudio de televisión y páginas de diario permitían las 24 horas del día. Por aquel entonces las proyecciones de esos mismos personajes auguraban que el “verdadero” valor del dólar se ubicaba entre los 12 y los 15 pesos. Ese fue el contexto para la séptima corrida contra la moneda doméstica desde que la actual presidenta asumió su primer mandato. Las expectativas devaluatorias se alimentaban a granel. Sus promotores –exportadores con rentas en dólares y actores financieramente posicionados en esa moneda– se frotaban las manos, calculando la multiplicación de su poder adquisitivo. La mayoría de los argentinos éramos víctimas de la instalación de un clima de zozobra –en sintonía con el mentado “fin de ciclo”–. De eso se tratan las expectativas. Algunos las fomentan, al calor de la inconfesable intención de construir una profecía autocumplida; otros las padecen, afectando decisiones de consumo e inversión que acaban por fortalecer el derrotero profético (“Algunos empresarios me confiaron que sintieron pánico”, relata el secretario Costa, en una entrevista reciente). Las operaciones en la plaza cambiaria tampoco tenían descanso, y la retención de cosechas –principal exportación y, por ende, de provisión de divisas–, acompañada del adelanto de importaciones, era la leña justa que requería aquel fuego. A fines de enero quedó determinado el nuevo tipo de cambio, en el entorno de los ocho pesos. Mientras la capacidad de un Banco Central para sostener el nivel de la paridad cambiaria está en relación directa con su fortaleza medida en reservas, la autoridad monetaria acertó en determinar que en ese valor plantaría bandera. Un valor, a todas luces, muy inferior al deseado por los adalides de la devaluación. Algunos de esos economistas “serios” hacían su trabajo, vaticinando que esa cotización no se sostendría “ni dos días”, con el mismo talante con el que definían que a fin de año llegaría a 20 pesos. La autoridad monetaria también hacía su trabajo, elevando la tasa de interés –en la inteligencia de que la inversión productiva en la Argentina no está fuertemente determinada por esa variable y, en cambio, depende de las políticas activas de financiamiento desplegadas por el Estado, siendo la principal la que, a partir de las nuevas potestades conferidas por la Carta Orgánica reformada del BCRA, obliga a los bancos a destinar parte de sus depósitos al crédito productivo– de modo de poner límites a la preferencia por el dólar y a las presiones devaluatorias y, más tarde, obligaba a los bancos a desprenderse del grueso de sus carteras en dólares, expandiendo la oferta en el mercado, con idéntico objetivo. Pasaron tres meses, y hoy ni propios ni extraños atinan a desconocer la estabilidad cambiaria. Las autoridades económicas habilitaron la posibilidad de comprar dólares para atesoramiento en un porcentaje de los ingresos legales de las personas, distendiendo expectativas y, a contramano de lo que se propalaba como verdad inevitable, no hubo avalanchas de personas desaforadas. Lo que sí ocurrió fue la desaparición del dólar ilegal como noticia, a partir de su persistente desplome, la normalización de la liquidación de cosechas, apuntalada, ciertamente, por los contratos a la baja en el mercado de futuros, y una incipiente recuperación en el nivel de reservas que, aunque no es tapa de diario como la tendencia opuesta, al cierre de la semana que pasó acumuló U$S 531 millones, con una proyección de U$S 2.500 millones para el mes.
No es objeto de esta columna enfrascarnos en la coyuntura ni hacer revisionismo, pero conviene repasar, entre la marejada de información (por no abusar de los adjetivos) con la que se percuten a diario nuestras subjetividades, el escenario donde estamos parados. Uno donde la crisis que se prometía –y fogoneaba– no se parece en nada a la realidad. Por eso, en el afán de horadar la imagen del Gobierno y, con ello, la capacidad de maniobra del Estado, empezaron a acuñarse nuevas versiones de la “crisis”. Con una peculiar habilidad para el borrón y cuenta nueva sobre lo sostenido ayer nomás, los mismos que reclamaban la liberación del tipo de cambio “atrasado” para dejarlo flotar hasta aquellos 12 o 15 pesos que determinaría “el mercado”, hoy acusan al Gobierno de haber perpetrado una devaluación “feroz” que configura el nuevo formato de la “crisis”. Detengámonos un instante en esta aseveración, porque ella encierra componentes medulares de la operación hegemónica que hace estragos sobre nuestra capacidad de comprensión de una realidad siempre más compleja que los manuales ortodoxos de economía del CBC. En los modelos tótem del neoliberalismo económico han desaparecido sujetos, instituciones y procesos históricos –menos existen disputas, intereses y conflictos, sino un manso sendero al “equilibrio”– y el análisis cotidiano parece acotarse a esa lógica modelizada que relata una realidad de variables autónomas de los sujetos y entelequias subordinadas a una racionalidad inherente a alguna suerte de “naturaleza” humana que se despliega al margen de la cultura y las construcciones sociales. En ese relato universalizante y ahistórico de verdades “objetivas” y absolutas, el Estado es un actor disonante, que incorpora “ruidos” en el desenvolvimiento “normal” de la economía. Como no existen sujetos ni intereses contrapuestos, o voluntades políticas, en el cuento que nos cuentan el único responsable de todos los males es el Estado. Por caso, frente a la devaluación no cuentan los actores (aunque podamos cuantificar su poder económico en niveles de facturación superiores al PBI) ni los intereses en juego, de modo que la realidad del tipo de cambio es fruto de la voluntad devaluatoria del Estado, aunque si no fuera por su intervención esos mismos economistas pronosticaban que “el mercado” lo hubiera ubicado entre 4 y 6 pesos por encima de su valor actual.
Así la nueva versión de la crisis incorpora un ingrediente: el supuesto ajuste operado por el Estado. La historia sería así: el gobierno que repuso el Consejo del Salario Mínimo y las paritarias, que recuperó el sistema previsional solidario y garantizó por ley la actualización de los haberes, ahora estaría “poniendo techo” a unas paritarias que son libres (en el vale todo contra el Gobierno el oxímoron es legítimo) y “dándole” un aumento, que se determina en función de una fórmula establecida por ley y que garantizó desde su instrumentación que las jubilaciones le ganaran a la inflación de cualquier consultora opositora, insuficiente a los jubilados. Descompongamos esto. Porque, efectivamente, pese a los insoslayables avances de la década, corresponde señalar que persiste un grado de injusticia en la matriz distributiva, cuantificable en la brecha de 14 veces entre los que más y menos ganan. Lo llamativo es que esa cuestión de fondo está ausente en las críticas y reclamos. Sin ir más lejos, el jueves pasado el sindicalismo opositor, al compás de la estrategia de Luis Barrionuevo de establecer una mesa sindical del Frente Renovador, para impulsar la candidatura de Sergio Massa, llevó adelante un paro, sustentado en la capacidad paralizante del transporte que ostenta Hugo Moyano, sobre el que se subió la izquierda vernácula, otrora destituyente, siempre antipopular. Con un discurso plagado de lugares comunes y una crítica feroz al gobierno nacional, dejaron al desnudo no sólo la vocación de ocupar espacios en el armado político del massismo sino –y esto es lo más significativo– la ausencia de planteos genuinos que expresen la defensa de los trabajadores. Una de las pocas consignas expresada con claridad fue la de elevar el piso del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias –uno de los más progresivos de nuestro sistema tributario–. Esto tiene dos implicancias: la primera, que luego de la actualización de fines del año pasado, el impuesto afecta a menos del 10% de los trabajadores formales ubicados en la cima de la pirámide salarial, por lo que, por decir lo menos, es un planteo sectario, alejado de la solidaridad que se vocifera pero no se ejerce; la segunda es el desfinanciamiento del Estado que implica la propuesta (lo que no obsta que pueda ser estudiada, en función de la actualización salarial derivada del cierre de paritarias que, dicho sea de paso, están en pleno funcionamiento), lo cual limitaría las posibilidades redistributivas del Estado a través de la inversión social, que se financia con esos impuestos, y que atiende a los sectores más vulnerables. Ninguna centralidad tuvo la necesidad de seguir reduciendo la informalidad o el nivel que debería alcanzar el salario mínimo, al que siguen los ingresos de los trabajadores informales. Tampoco hubo compromiso del sindicalismo opositor con la política de precios, lo que pone de manifiesto que la disputa se ciñe al nivel electoral de la política, cristalizada en el afán de debilitar al Gobierno, pero poco tiene que ver con avanzar sobre las tensiones estructurales, entre ellas la distributiva, lo que implicaría apuntar los cañones a la patronal poniendo en cuestión la tasa de ganancia como determinante de los precios. Pero acaso la mayor contradicción esté en las apetencias políticas de estos sindicalistas que, mientras se pliegan al sonsonete de las zonceras propaladas en los medios, se alinean con un candidato que ya expresó públicamente su programa económico, durante la campaña legislativa: metas de inflación fiscales y monetarias, o sea, restricción del gasto y la emisión. Más desfinanciamiento regresivo del Estado vía eliminación de retenciones a las exportaciones.
Por eso, cada tanto, conviene parar la pelota y otear el escenario. Hay que estar prevenidos porque, montados sobre demandas sociales que pueden ser legítimas, como aquella que anhela mayor igualdad, se deslegitima al Estado –esencial para que la disputa se resuelva en favor de las clases populares y medias, consolidando el desarrollo de la Nación–, su rol de intervención en la esfera económica y la redistribución. En rigor, hay que estar doblemente prevenidos, porque al tiempo que se habla de ajuste, hay actores que amasan el verdadero ajuste si acaso llegaran a la administración del Estado.
Sábado, 19 de abril de 2014
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